El legado de las Misiones Jesuíticas en la selva boliviana convive en armonía con los ritos prehispánicos, en un ejemplo del barroco indígena
Martin Schmid nunca quiso ser militar. Sus biógrafos dicen que habría llegado a ser un buen capitán de lansquenetes, la infantería de soldados mercenarios germánicos de la época renacentista, que también sirvieron a España en tiempos de la Casa de los Austrias. Pero el joven Martin tenía otra misión en la vida. Sería soldado, sí, pero de la Compañía de Jesús. Aprendió, sin saber por qué, las artes musicales en la iglesia de su pueblo natal, Baar, en esa Suiza que ya entonces, a finales del siglo XVII, era un lugar casi idílico, alejado de las guerras religiosas que desangraban a media Europa. Años más tarde, en tierras del Nuevo Mundo, Schmid creyó haber encontrado el sentido de esa educación musical: "Tuve la suerte de ser enviado a estas misiones por entender algo de música. Ahora comprendo por qué la Divina Providencia quiso que me perfeccionara musicalmente en mi juventud".
La "caza espiritual" de los chiquitanos ya había sido emprendida años antes por un precursor de Schmid: José del Arce, enviado a esas tierras por la Compañía de Jesús para tratar de encontrar una conexión fluvial con las reducciones guaraníes del Sur. Del Arce se ganó el favor de los nativos al poner a raya a los bandeirantes brasileños, que capturaban indios para su próspero negocio de esclavos. En esas tierras selváticas nació, en 1691, la primera reducción de la Chiquitanía: San Javier. Nueve misiones más se fundarían en los años posteriores.
Al igual que otros jesuitas, Schmid aprendió primero la lengua chiquitana, y luego se ganó a los niños cantándoles canciones suizas. Poco a poco, los niños de las reducciones, muy dotados para la música, aprendieron a leer pentagramas, a diferenciar un soprano de un tenor, un bajo de un contralto. La primera schola cantorum de la Chiquitanía se hizo realidad. El coro de Schmid cobró vida. Sólo faltaban la orquesta y los instrumentos. Pero el cura suizo tenía mil caras: era misionero, músico y luthier, si hacía falta. Y también un Schmid carpintero, un Schmid relojero, un Schmid escultor, un Schmid arquitecto… Violines, violas y violoncelos; flautas, oboes y chirimías; arpas, clavicordios y salterios… El taller de Schmid en San Javier se transformó en el arsenal musical de la Chiquitanía, la factoría sonora de esos sueños barrocos que irían transmitiéndose de generación en generación, como notas musicales de una sinfonía interminable.
Los luthiers chiquitanos seguirán fabricando instrumentos después de la expulsión de los jesuitas para que nunca dejen de sonar las sonatas de Domenico Zipoli, el gran compositor de la época colonial, fallecido en las misiones de Córdoba sólo cuatro de años antes de la llegada de Schmid a América.
Con el tiempo, Schmid logró abrir una schola cantorum en cada reducción. Pero donde el jesuita suizo brillaba más era en la arquitectura, un oficio que parecía conocer gracias a una "revelación". O, más bien, a la tenacidad. "La práctica hace maestros", escribió Schmid en una carta. Y en la tierra chiquitana se fueron erigiendo iglesias con columnas gigantes de madera de cuchi (quebracho). San Rafael, San Miguel, San Javier y Concepción se concluyeron en unos pocos años. Las sonatas de Zipoli se escucharon en esos templos durante décadas, hasta que el olvido y el abandono las sepultaron bajo las ruinas a la espera de un nuevo soñador.
El 29 de septiembre de 1767 se rompería en mil pedazos el sueño barroco de Martin Schmid. Ese día apareció en la reducción de San Ignacio el capitán enviado por la corona para cumplir con la Pragmática Sanción de Carlos III poniendo fin al trabajo misionero de los jesuitas en los territorios del imperio español. "No puedo recordar la despedida de mis queridos, pobres, abandonados indios, sin que mi corazón se contraiga de dolor", escribirá Schmid en 1771, un año antes de morir. Sus últimos días los pasó en su Suiza natal, afligido por la nostalgia, soñando con arqueros que protegían a la luna mientras escuchaban una sonata de Zipoli en una noche de eclipse.
Hans Roth fumaba hasta en sueños. Un cigarrillo lo acompaña en casi todas las imágenes que quedan de él. Y entre el humo anillado que exhalaba en su casa en el cantón suizo de Zug (el mismo de donde era oriundo Schmid) creía ver miles de pentagramas flotando entre la maleza de una selva lejana. Roth cruzó el Atlántico en 1972, casi doscientos años después del viaje a la inversa que hizo su admirado Schmid. Y en vez de un sueño, cumplió dos. Antes de dedicar su vida a la restauración de las iglesias que había levantado Schmid, un día descubrió accidentalmente las partituras barrocas de las reducciones, nada más y nada menos que la "banda sonora" de la obra evangelizadora de la Compañía en el Nuevo Mundo. Se rescataron cinco mil partituras desleídas por el paso del tiempo. El "hallazgo del siglo" para la música culta, propagaron las crónicas. El maestro Zipoli y otros compositores jesuitas salieron de los arcones donde algún alma insensible los había confinado durante dos siglos. Como legajos inservibles, los salmos, himnos y misas barrocas habían sido usados para cubrir tallas antiguas o tapar algún agujero de un muro resquebrajado en una sacristía. Roth trajo expertos de Europa y de Chile, y dirigió las delicadas tareas de restauración de las partituras. Pero su "misión" era otra: las iglesias de las antiguas reducciones se desmoronaban. El "suizo enojado", como lo conocían en el pueblo de Concepción aquellos que no lo trataban suficientemente, enseñó el oficio de restaurador a quien quisiera aprenderlo. Con su pequeña milicia de albañiles, carpinteros, torneros…, y siguiendo los pasos de su predecesor, el maestro se adentró en la selva para seleccionar los troncos gigantes de cuchi que reemplazarían a los antiguos, carcomidos por la desidia.
Un cáncer se interpone en la obra del genial restaurador suizo. Desde Austria, adonde lo lleva la enfermedad, sueña todavía con las iglesias barrocas del Oriente boliviano. Poco antes de morir, envía por fax a Concepción el último croquis de una capilla. Hoy, la música de Zipoli enlaza pasado y presente en los templos chiquitanos gracias a este cirujano del tiempo.
Milton Villavicencio ya cumplió casi todos sus sueños. Pasó de la cultura quechua a la chiquitana en un viaje de Sucre a Concepción sin pasaje de retorno. En su nueva tierra, un "suizo enojado" lo miró un día a la cara y le dio un trozo de madera. "A ver cómo tallas", le soltó. Milton superó la prueba y pronto se convirtió en el discípulo aventajado de Hans Roth en los talleres episcopales de Concepción.
Milton Villavicencio es hoy, a sus 50 años, toda una leyenda en la Chiquitanía. Es el heredero natural de esa misión a la que dedicaron su vida Schmid y Roth. En el museo de Concepción, antigua casa del dictador Hugo Banzer, el maestro boliviano cuenta una historia que ya ha contado mil veces pero cuyo relato le sigue entusiasmando: "Roth encontró las partituras en cajones de cuero en un rincón de las sacristías de San Rafael y Santa Ana. Sus alumnos continuamos con la búsqueda de las partituras, y cada vez que lo veíamos teníamos nuevos papeles para él. Había partituras viejas por todos lados. Algunas estaban tapando las rajaduras de los muebles. Y otras muchas fueron a parar al fuego". Con la ayuda del gobierno español, la mayoría de ellas se restauraron y hoy ese tesoro musical está digitalizado. Las partituras descubiertas por Roth descansan ahora en un museo de Concepción. Más de 5000 obras, litúrgicas en su mayoría, tanto vocales como instrumentales.
Luchador social en sus años de juventud, Villavicencio recuerda cómo compatibilizó su trabajo con la militancia "para que en Bolivia hubiera más justicia". Pero a Milton le gusta más hablar de Roth que de él mismo. El "suizo enojado" no era, al parecer, tan arisco como algunos pensaban. "Lo que pasaba era que la gente no quería hablar con él, pero Roth era una persona sencilla, noble, delicada." Mientras recorre la iglesia de Concepción, Milton recuerda la consiga que le transmitió el maestro Roth: ninguna pieza original podía darse por perdida. "El ya había visitado otras misiones, y se quedó acá porque se dio cuenta de que en la Chiquitanía había penetrado más fuerte que en otros sitios el mensaje de los jesuitas."
Gracias a las enseñanzas de Roth, Milton alcanza su sueño de ser un dorador excepcional, recupera el pan de oro para las tallas de las iglesias y, con los años, adquiere la destreza necesaria para llegar a ser el gran maestro de la Chiquitanía. Hoy dirige un taller de artesanos que mantiene viva la tradición de la talla de esculturas religiosas.
En el museo de Concepción hay una curiosa escultura de Roth. El arquitecto aparece con un dedo hurgando en la nariz, como un niño travieso. "El tenía esa manía de llevarse el dedo a la nariz siempre, cuando dibujaba y cuando hablaba con la gente; por eso le hicimos la talla así cuando cumplió los 60 años", recuerda Milton. "¿Dónde han agarrado ese chocolate tan grande?", preguntó el maestro al ver el enorme tronco tallado. "Le gustó tanto que lo puso a la puerta de su taller", apunta Milton. Y ahí sigue, en el mismo lugar, la irreverente escultura de Roth.
El sueño de Cristian
Cristian siempre soñó con llegar a ser músico profesional. Aunque ese "siempre" todavía no signifique mucho porque Cristian sólo lleva soñando los 13 años cumplidos que tiene. Eso sí, sabe que en San Rafael, su pueblo, los sueños se suelen cumplir. A Cristian le enseñó a tocar el violín su abuelo. Y a éste su padre, en una tradición familiar que tal vez haya arrancado en las escuelas de música de Schmid.
Una tarde de finales de agosto, cuando el sol se hace chiquito en el horizonte, Cristian cumple su sueño de tocar el violín en la iglesia de Santa Ana, la más "indígena" de las diez que levantaron los jesuitas en esta zona de la "república cristiana" del Paraguay. Ha llegado la orquesta itinerante desde el vecino pueblo de San Rafael. Trece músicos y doce cantantes, todos menores de edad, dirigidos por Julián Oreyai, el responsable del pequeño conservatorio de San Rafael. El templo de Santa Ana se llena enseguida de acordes barrocos. La orquesta interpreta la Misa Zipoli y uno imagina entonces la primera orquesta indígena de Schmid ejecutando melodías barrocas en mitad de la selva. O aquellas orquestas que, mucho tiempo después, en 1831, embelesaran al naturalista francés Alcides D´Orbigny, que anotó en su diario: "Escuchaba esa música con placer debido en parte a que en todo el resto de América no había podido oír otra mejor".
Durante los festivales de música barroca de la Chiquitanía (los más celebrados de América latina), los pueblos de la comarca y los caminos polvorientos de la ruta de las Misiones Jesuíticas se llenan de músicos que andan de acá para allá buscando algún medio de transporte para no llegar tarde al concierto. Uno puede encontrarse con violinistas octogenarios que tocan sin desafinar mientras deambulan por las calles del pueblo. O con tamborileros que no descansan un minuto cuando las mujeres danzan ante la fachada de una iglesia. O con flautistas que intentan hechizar al viajero con su musiquilla alegre y repetitiva.
Cristian admira a esos músicos que han hecho de la Chiquitanía una tierra mágica. Pero le gustaría volar un tantito más. Le gustaría tocar sus misas barrocas por todo el mundo con su violín chiquitano. Hasta que llegue ese momento, Cristian ensaya todos los días una hora en el pequeño conservatorio de San Rafael, en una esquina que mira a la iglesia levantada por Schmid hace doscientos años y restaurada por Roth cuatro décadas atrás. Dos maestros a los que Cristian conoce pero de los que apenas sabe gran cosa. Otro asunto distinto es si se le pregunta por Domenico Zipoli, a quien todos los días saluda desde las cuerdas de su violín.
En la pequeña schola cantorum de San Rafael los niños aprenden canto, violín y violonchelo. "Un día, el abuelo me dijo que quería que tocara el violín como él, y le hice caso, pero lo bonito es cuando uno está ya participando en la orquesta; eso es lo que más me gusta, y poder tocar en otros sitios, en muchos festivales", cuenta Cristian, violín en mano.
En el humilde conservatorio de San Rafael, el profesor Oreyay sólo tiene un empeño: que los niños formados en su escuela entre los diez y los 18 años continúen tocando después y se conviertan en músicos profesionales, para que la música no se apague nunca en la selva chiquitana. Son los mismos sueños de Cristian, de Milton, de Roth… Y de aquel soldado de Cristo que nunca quiso ser militar.
Por César González-Calero
Una ruta llena de misticismo
Seis de las antiguas reducciones jesuíticas de la Chiquitanía (que hoy conforman los pueblos de San Javier, Concepción, San Miguel, San Rafael, Santa Ana y San José) fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en los años noventa. Todos los pueblos conservan la planta original diseñada por los jesuitas, con la plaza principal presidida por una cruz en el centro. La iglesia domina uno de los costados de la plaza. Las antiguas viviendas de los caciques, con el techo a dos aguas, llenan los otros costados de la plaza. Con sus muros de adobe (salvo San José, construida en piedra), sus impresionantes columnas de madera tallada y sus altares y púlpitos dorados, las iglesias de esos pueblos son un ejemplo magistral del barroco indígena del siglo XVIII.
Ubicada en el departamento de Santa Cruz, lindante con el Pantanal brasileño, la Chiquitanía mantiene un aura de misticismo que la hace una tierra única. Sus pueblos están hoy llenos de vida gracias a los festivales de música barroca y a la recuperación de sus ritos prehispánicos, como el de los yarituses, una danza de adoración en la que bailarines enmascarados y con tocados de plumas de ñandú muestran su agradecimiento al dios (el avestruz) por la abundancia de caza y cosechas.