Fue un recorrido por el alma de la cultura chiquitana. Desde los trazos, hasta los telares, la sapiencia heredada, los aromas de comidas cocidas a leña. Al final, un desfile de modas, que fue como “la cereza sobre la torta” para coronar cuatro jornadas intensas en las que el municipio de San Ignacio de Velasco le puso el sello de exportación.
Todo esto, que empezó como un sueño, se hizo realidad entre el 1 y el 4 de septiembre, fecha en la que los invitados empezaron a llegar a este paraje ubicado a 480 kilómetros de Santa Cruz de la Sierra. Tras varios meses de preparación, en los que el diseñador Carlos Araúz trabajó de la mano de artesanas del lugar, estaba todo listo para el fruto de aquella labor.
Veintiséis mujeres chiquitanas pusieron en escena 86 outfits que lucieron modelos como Nicole Rosell, Alexia Viruez o Fiorella Zamora. Cada traje que se exhibió en la pasarela era una invitación al deseo de tenerla, dados los detalles del alma chiquitana plasmados en lienzos y telas más modernas.
Al final, solo una ovación pudo mostrar en parte la emoción del público asistente, en el que se incluyó gente del lugar, foráneos y autoridades.
Un trabajo de larga data
Pero todo esto empezó hace algunos meses, cuando el Centro para la Participación y Desarrollo Humano Sostenible (Cepad) invitó al diseñador Carlos Araúz, de la marca Hijos de Ramón, a compartir sus experiencias con las artesanas del lugar, en talleres intensivos. A ello se sumó la artista Roxana Hartmann Arduz, quien brindó asesoramiento para fortalecer el proceso creativo.
El resultado fue un espectáculo que mucha gente calificó “de exportación”, hecho por manos de mujeres pertenecientes a asociaciones y emprendimientos de San Ignacio de Velasco.
Un conjunto de sensaciones
A la par de todo este movimiento de alta moda, se vivió una experiencia de los sentidos tanto por la música interpretada por orquestas del lugar, como por las comidas típicas degustadas.
En algún momento, los invitados ya sentían haberse saciado con los manjares, pero hacían el esfuerzo, porque bien valía la pena probar platillos que pocas veces se conocen en urbes citadinas.
El otro elemento que dejó muy en alto a San Ignacio fue la hospitalidad de su gente, y el desprendimiento a la hora de mostrar técnicas de tallado de madera, costuras, pintura, y todo aquello que nace de la esencia chiquitana.
Finalmente, la invitación para conocer comunidades más allá del centro urbano, porque cada vez que se visita una comunidad, no solo se abre un mundo de posibilidades de aprendizaje, sino se permite incentivar un turismo amigable con el medio ambiente.
Fuente: La Región