Dicen que lo bueno viene siempre en envases pequeños. Es el caso de Un cafetal del tamaño de Bolivia y su relación con el turismo y las ciudades intermedias (2022), de Carlos Hugo Molina, que, a pesar de la grandilocuencia de su título, es un ensayo destilado gota a gota.
La obra publicada por el Centro para la Participación y el Desarrollo Humano Sostenible (Cepad), con apoyo de la Fundación Solydes, Aexcid y Acodam, cuenta con apenas 104 páginas, pero su contenido es inmenso: toda una propuesta de futuro para Bolivia, con aroma de café.
En esta época en que muchos como yo se sienten sumidos en la depresión por la situación de desesperanza que vive el país en su caída libre hacia la nada, el optimismo recalcitrante de Carlos Hugo señala un horizonte posible, en el que se conjugan de manera sintética y propositiva tres ejes principales que nos devuelven algo de energía.
El autor viene trabajando desde hace varios años en estos ejes, cultivando como una mata de café en sombra la filosofía que sustenta su pensamiento, tejiendo un entramado de ideas que hacen de la propuesta algo posible y plausible en una situación de democracia y de compromiso con Bolivia. Una democracia que todavía no hemos reconquistado de manos del autoritarismo y la injusticia.
Los tres ejes centrales, como surcos que confluyen, son el turismo, las ciudades intermedias y el café. Tres propuestas que se conjugan como las piezas finales de un rompecabezas que completa un panorama de desarrollo con sentido humano, con racionalidad y con pasión.
Muchos países viven enteramente de la industria sin chimeneas, pero Bolivia carece de la infraestructura y de la educación necesarias para atender adecuadamente a los turistas, porque no nos damos cuenta de su importancia y despreciamos no solamente a los extranjeros sino a los propios bolivianos que quisieran conocer mejor el territorio. Seguimos encuevados en un chauvinismo provinciano y un resentimiento social acumulado que no nos ayuda.
Me tocó ver hace años en Potosí cómo un grupo de jóvenes escupía las espaldas de una pareja de turistas que transitaba con mochilas por nuestra emblemática ciudad colonial. Ese escupitajo de desprecio, lanzado con aire de triunfalismo, se quedó grabado en mi memoria como una expresión de barbarie. De alguna manera eso nos define en el tema del turismo.
“El turismo es un acto de reconocimiento de nuestro territorio, ligado a la autoestima” escribe Carlos Hugo, y también al respeto a la diferencia, además de lo que representa como cadena de valor para a economía.
Por eso es tan absurdo que la violencia, “esa parte obscura de nuestra conducta colectiva”, sea predominante en los conflictos, antes que el diálogo o la reflexión. ¿Cómo pues vamos a desarrollar el turismo con escupitajos, con chauvinismo y una ignorancia lamentable que lleva a quemar los hermosos domos que había en el salar de Uyuni?
Cuatro mil millones de dólares podrían entrar al país si existiera una política pública seria sobre el turismo, pero hasta ahora lo que hay son pequeñas iniciativas privadas que deben enfrentarse a las rivalidades locales, los celos y el avasallamiento, esa forma naturalizada de obtener cosas que pertenecen a otros.
El eje de las ciudades intermedias me fascina en particular, porque es innovador y sintetiza todo lo que hemos aprendido o debemos aprender sobre un futuro mejor para todos. Creo que muy pocos bolivianos tienen conciencia de su importancia. Es un fenómeno internacional: el espacio rural se ha ido vaciando en el último medio siglo, mientras la marginalidad urbana crece como un cáncer que envenena el agua y el aire, y produce basura que no podemos reciclar.
Las ciudades intermedias son una alternativa atractiva, sobre todo después de la pandemia que nos enseñó a trabajar a distancia, a convivir más con la familia, a cuidar la salud y el medioambiente. Una mejor calidad de vida en armonía con la naturaleza es posible si se cuenta con los servicios públicos indispensables descentralizados y en línea. La vida en ciudades intermedias nos ofrece la posibilidad de redimirnos, de enmendar el desastre creado durante un siglo de estupidez colectiva. Las relaciones humanas se benefician y también la productividad. La megalomanía del centralismo a ultranza no ha hecho sino crecer los cordones de miseria en las grandes ciudades.
El tercer eje, el café, es un sueño todavía, pero como demuestra la obra de Carlos Hugo, no es un sueño imposible. Requiere por supuesto de una condición: abandonar la mentalidad “minera” que se extiende incluso sobre la agricultura, es decir, el extractivismo salvaje.
Carlos Hugo aborda la cultura del café no solamente desde la raíz etimológica de la palabra “cultura”, que significa cultivar (por asociación: cultivar la tierra), sino también en términos sociológicos, subrayando la importancia de cultivar las relaciones sociales, es decir, fortalecer el sentido de comunidad entre personas que habitan un mismo espacio territorial.
La dimensión de sembrar y cosechar que propone en el libro no es la de empresas que lo hacen de manera mecánica y ajena a la condición de la tierra, sino de familias que usan sus manos en el proceso productivo. El planteamiento coincide con aquello que la FAO promueve como política pública y que no ha tenido eco en los gobiernos del MAS: la agricultura familiar en armonía con el medio ambiente, para generar empleo local y frenar la migración desesperada hacia los grandes centros urbanos.
Cuando Carlos Hugo usa la palabra “café”, se refiere al símbolo de una cadena de valor sustentable que incluye la castaña, la almendra, los arándanos y otros productos que pueden asociarse al cultivo del café. Concuerda con lo que mi padre llamaba la “mentalidad minera” en la agricultura, de quienes exigen a la tierra beneficios inmediatos, aunque no sean sostenibles.
Contra el discurso ideológico de odio y confrontación que ha promovido el MAS durante más de tres lustros, Carlos H. Molina nos habla de un país unido, que se reconoce mestizo desde las trincheras de la Guerra del Chaco, donde comenzó a construirse un sentido común de ciudadanía y convivencia.
Este libro no es un ensayo formal que describe en detalle la propuesta, sino una bitácora del proceso que ha seguido el propio autor, una colcha de retazos con ideas, información estadística, testimonios y un entramado de sueños.
Fuente: Los Tiempos